martes, 29 de julio de 2008

Preludio: Alexander Papakiriacopulos



La Gran Biblioteca de Alejandría brillaba bajo el sol de Egipto. Esta hermosa construcción probaba que el espíritu humano no habría de claudicar nunca. Pese a haber sido saqueada y quemada, los egipcios la reconstruyeron. Uno diría que un pueblo con tanta historia como el egipcio no tiene porque reconstruir una maravilla que no había sido hecha por ellos, más considerando que había sido levantada por Tolomeo. Pero esa biblioteca también representaba parte de la gloria de Egipto, en muchos casos, de los extranjeros que habían ayudado a levantar está nación. Después de todo, el Oráculo de Siwa había dicho que Alejandro era faraón por derecho divino, así que su legado al pueblo egipcio debía continuar ahí.

Alexander miró el edificio con un dejo de tristeza. Sabía que debía alejarse de él. Quizás algún día volvería. Paró un taxi y fue al aeropuerto, su escala sería Londres. Allí lo esperaba su vieja amiga.

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Su madre lo crió como pudo. Ella era una humilde mujer que todavía le rezaba al viejo panteón egipcio en un país decididamente musulmán. Si bien la gente se había convertido al Islam, el antiguo credo de Horus, Isis y Seth todavía tenía bastante arraigo. Su padre, un marinero griego, había embarazado a su madre y se había vuelto a su patria. Cada tanto volvía, pero siempre enviaba plata. Tan pintoresca situación daba un aire clásico a la situación, pero no era tan infrecuente.

Pero más clásico era Alexander. Desde chico se notaba que era distinto. Él no poseía los rasgos orientales propios de los egipcios, su piel era blanca, sus ojos claros, sus cabellos dorados. Parecía el vivo retrato del antiguo rey macedónico. Su madre le decía que su padre, de lo único que se jactaba, era de su descendencia directa del gran conquistador. Incluso podía rastrearla, aunque la gran mayoría de sus hijos, reconocidos o no, fueron asesinados por uno de sus generales, Casandro. No obstante, él insistía en que Alejandro había dejado bastardos por todos lados y que él era uno de ellos.

Así, su educación, si bien influida por el tinte egipcio y musulmán, fue bastante buena, con amplia lectura de clásicos, historia, matemáticas. Su padre costeó la educación más cara que pudo pagar, de un nivel excelente. Pero un día, la plata dejo de llegar. En contrapartida, las noticias de la muerte de su padre fueron lo único que llegó. Su madre, pobre y sin recursos, no soportó la carga: pese a que lo veía poco, amaba con toda su alma a ese hombre. Se suicidó.

Así, el pequeño Alexander se quedó solo. Al tiempo, la plata había desaparecido, y los trabajos que conseguían eran de muy poca monta. No le quedo más remedio: el ejército.

Pero la suerte estaba de su lado. Lo mandaron a escuadrón bastante rudo: el duodécimo de infantería, al mando de Hippatius Taita, afamado por todo el país por varios de sus emprendimientos militares. Este hombre brillante, de una capacidad de mando asombrosa y táctica inigualable, se encariñó rapidamente con el muchacho. Después de todo, Taita sabía que tenía a un polluelo del Magno.

Es por eso que no perdió el tiempo: aparte de la formación militar que le daba, Taita le enseñó al joven todo un mundo más allá de lo preconcebido, le hizo leer conocimiento esóterico. El avatar del joven despertó a este nuevo mundo. Le explicó la existencia de diversas facciones, de una guerra entre tecnomantes y defensores de los viejos credos, la noción de la magia. Le hizo leer los grandes clásicos del ocultismo occidental y también oriental, el Kybalion, el Corpus Hermeticum, las bases de la magia. Un nuevo padre había llegado a su vida. Y no sólo eso, le enseñó también a combatir y a valerse por sí mismo.

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El entrenamiento fue duro pero agotador, no obstante, la voluntad de Alexander fue tan amplía como la de su pariente. El mundo tenía lugar para uno solo por época.

Taita también lo presentó ante la capilla más importante de la ciudad. Alejandría misma era un nodo, y en la Biblioteca convivían magos Batini, a los que no veía nunca, Coristas Celestiales y principalmente Herméticos, con mayoría de magas de la Casa Shaea. A su vez, también vivían los Tecnomantes de la ciudad, al menos algunos. ¿Cómo era posible eso? Desde el Renacimiento que existe un tratado de no agresión siempre respetado para no atacar a nadie en las zonas de conocimiento: universidades, bibliotecas, centros de estudio. Así conoció mucha gente y trabó amistad con una chica unos diez años mayor que él, Gabriela Delacroix, que prontó lo ayudó en su entrenamiento mágico junto con otras magas de la Casa Shaea.

Así, Alexander adquirió los conocimientos de Taita, su mentor, de la Casa Tytalus; y de las damas de la Casa Shaea. Cuando tuvo que decidir a qué Casa hermética pertenecería, Alexander no quiso fallar a ninguno de los dos, además, él había incorporado mucho más tradicionalismo griego a sus estudios, así que no podía enmarcarse en ninguna de las tres. Entendía el progreso a través del duelo y el combate propio de los Tytalus; entendía las bases de la lingüística y la importancia de la tradición, la cultura y la historia propia de las Shaea; y a todo eso había mechado su propia concepción del mundo. Optó por integrarse a la Casa Ex Miscellanea, después de todo, no era integramente de alguna de las casas de sus maestros, sino que era una filosofía puramente hermética pero teñida de un nuevo tinte. La reacción generó risas en todos, pero también felicidad: él había estado a la altura de la situación. Quien sabe, quizás algún día funde su propia casa, dijeron.

Al poco tiempo de su graduación, Alexander había frustrado junto a Taita muchos de los grandes proyectos de los tecnócratas. Era algo muy extraño ver a sus enemigos en la Biblioteca respetando el trato, pero una vez afuera matarse sin piedad.
Taita decía que él estaba destinado a grandes cosas. Sus hermanas Shaea también, pero le decían que sea cuidadoso, que el tiempo es invencible y que al gran Alejandro lo habían eliminado sus propios generales.

Un día, a la salida de una cita con una chica, Alexander se vio en una emboscada. Los tecnomantes le habían preparado una trampa, y él se había descuidado, pese a los constantes pedidos de su maestro de estar siempre vigilante. Una de las caras tecnomantes conocidas de la biblioteca venía a darle el requiem. Alexander trató de escaparse, pero sus oponentes habían planificado hasta el más mínimo detalle. Lo único que logró hacer fue enviar una llamada de ayuda desesperada a Taita mientras lo corrían por las calles de Alejandría. Pese a todo, su mentor llegó justo a tiempo para ayudarlo y entre ambos lograron llegar a la Biblioteca, un lugar seguro. Pero cuando Taita iba a entrar un disparo acabó con su vida, justo en la entrada del lugar. El Tytalus nunca llegó. La mirada del tecnomante con el arma levantada, tras el cuerpo de Taita que caía muerto, denostaba un odio increíble. Y luego trocó en sonrisa.

Una basura menos- fue lo que alcanzó a oír el joven.

La cólera y la tristeza se apoderaron en partes iguales de Alexander. Esto no iba a quedar así. Una tarde, dentro de la Biblioteca, mientras planificaba su venganza, vio entrar al asesino de su mentor. Pese a que sus hermanas Shaea le pedían cautela, a él no le importó: sacó su arma y lo fusiló. Había roto la tregua, Taita merecía ser vengado y lo había hecho. Mirando el cuerpo sin vida del tecnomante, Alexander soló atinó a decir:

Una basura menos.

La situación se volvió espesa. Las Shaea lo querían, pero sabían que la situación se iba a volver terrible. Los tecnomantes no iban a permitir esta afrenta, aunque ellas intentarían negociar. Pero peor aún, los Quaesitor iban a invadir Alejandría para pedir explicaciones, esto iba a llegar a sus oídos.

Sólo pudieron negociar una solución. Su vieja amiga Gabriela estaba en Londres, y había pedido asistencia por una necesidad especial. Ella y Alexander eran buenos amigos, aunque él nunca avaló la idea de ella de tratar de establecer lazos de paz con los tecnócratas. No obstante, ella era un paria igual que él, mal vistos en la Orden. Ella desde hace años, él, recientemente. Sólo le quedó aceptar esa propuesta.

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Se dio de baja del Ejército. Dio una última vuelta por la tumba de su madre y la de su mentor, se despidió de sus hermanas Shaea, que lo hubieran aceptado de buena gana, aún pese a las fallas en las que había incurrido. Ya había escuchado que dos herméticos Quaesitor junto a un mago de la Casa Jenízara lo venían a buscar. Miro una vez más a su casa, la Gran Biblioteca. Pero no se arrepintió.

Se fue para Londres. Allí estaría Gabriela. Y su nueva vida.

(escrito por Draften, sobre idea de Santiago)

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